Rembrandt van Rijn, maestro del Siglo de Oro, removió los cimientos del arte barroco y aplicó en sus obras su habilidad para capturar las luces y sombras.
Más allá de los temas, había algo que marca un antes y un después en el arte: la luz. No la del sol ni la que penetra por una ventana. Tampoco la luz efectista de Caravaggio, a quien Rembrandt admiraba. Era una luz interior, que emanaba de sus figuras. Así proyectó al cine y la fotografía su marca registrada: «la luz Rembrandt». Una luz que envuelve las cosas para que de ellas trascienda su mera apariencia. Ese nuevo modo de «representar con luces y sombras un estado de espíritu», escribió Fromentín, «es la forma misteriosa por excelencia, la mas encubierta, la más elíptica, es la forma de las sensaciones íntimas o de las ideas». También en eso fue el más moderno de los artistas.
Hizo sesenta autorretratos para seguir la dolorosa saga de su esplendor y su estrepitosa caída. Pintó cientos de pinturas religiosas, temas mundanos, los obligados retratos corporativos y también filósofos inclinados sobre una vela.
Hundido en la miseria, Rembrandt no se doblega. No quería adaptarse a las «leyes del mercado», que en la próspera Holanda del siglo XVII regulaba todo, incluso el destino del arte. También en este sentido, fue un artista moderno, un rebelde.