Han pasado 210 años desde la famosa batalla de Waterloo, librada el 18 de junio de 1815, que puso fin al breve intento de Napoleón Bonaparte por restaurar su imperio y dominar Europa una vez más.

La obra retrata con fuerza el momento decisivo en que Napoleón fue derrotado el 18 de junio de 1815. Sadler muestra el caos del combate y la importancia histórica de una batalla que puso fin al Imperio napoleónico y cambió el destino de Europa.
El 20 de marzo de 1815, tras escapar de su exilio en la isla de Elba, Napoleón desembarcó nuevamente en Francia. Comenzaba así el periodo conocido como los Cien Días, durante el cual intentó recuperar el poder tanto personal como nacional. Sin embargo, las potencias europeas no estaban dispuestas a permitirlo, y formaron la Séptima Coalición, la última gran alianza contra el emperador francés.

Esta vez, el mayor enemigo de Napoleón era el tiempo. Aunque tal vez habría podido derrotar individualmente a los ejércitos de Reino Unido, Prusia, Austria y Rusia, la situación se volvía insostenible si las fuerzas aliadas lograban reunirse. Por ello, decidió actuar con rapidez: a inicios de junio marchó hacia el norte con dos objetivos claros —vencer primero a los británicos desplegados en el continente y tomar Bélgica, donde contaba con apoyo popular y esperaba poder reclutar nuevos soldados.
El avance relámpago del ejército napoleónico tomó por sorpresa al duque de Wellington, comandante de las tropas británicas. En apenas una semana, Napoleón alcanzó los Países Bajos, logró algunas victorias menores y se enfrentó cara a cara con los ingleses cerca de la localidad de Waterloo, en la actual Bélgica. Pero allí no solo se detendría su avance: también terminaría su efímero sueño de restaurar el imperio.
Luchando contra el tiempo
Aunque los ejércitos eran similares en tamaño, Wellington sabía que estaba en desventaja. A diferencia de las tropas de Napoleón, compuestas en gran parte por soldados experimentados y unidades veteranas, su propio ejército incluía muchos reclutas inexpertos, además de combatientes neerlandeses. Su única esperanza era aguantar hasta que llegaran sus aliados prusianos, comandados por el mariscal von Blücher.
El 17 de junio, ante la inminente llegada de Napoleón, Wellington desplegó sus tropas en la ladera de Mont Saint-Jean, una elevación natural que ofrecía cierta protección frente a la artillería francesa. Ese día llovía intensamente y el terreno embarrado dificultaba los movimientos del ejército francés, en especial de su artillería y caballería. No fue hasta la mañana del 18 de junio que Napoleón pudo lanzar su ofensiva, pero ya había perdido horas decisivas.
Pese a emplear tácticas que le habían dado éxito en campañas anteriores, esta vez no logró romper las líneas enemigas. Las causas fueron múltiples: falta de coordinación entre sus unidades, errores estratégicos como un frente de ataque demasiado ancho (blanco fácil para los cañones británicos), y la firme resistencia de las tropas aliadas. El punto de inflexión fue la llegada inesperada de los prusianos de von Blücher, que, a pesar de la lluvia y el terreno difícil, alcanzaron el campo de batalla a tiempo.
Napoleón no había contemplado esta posibilidad y no tenía un plan alternativo. La aparición de un nuevo frente de combate desorganizó al ejército francés, que fue colapsando en pequeños grupos aislados, incapaces de ofrecer resistencia coordinada. Finalmente, el emperador ordenó una retirada desordenada. Aunque él logró escapar, miles de soldados fueron capturados y buena parte de su artillería quedó en manos enemigas. Aquel 18 de junio, Napoleón no solo perdió una batalla, sino también la guerra.

El final del emperador
Tras la derrota, las fuerzas de la Séptima Coalición avanzaron sobre Francia para capturar a Napoleón. Acompañando a las tropas aliadas iba el rey Luis XVIII, ansioso por recuperar su trono. El 8 de julio se restauró la monarquía y, dos días después, Napoleón se rindió y se entregó a los británicos, quienes lo enviaron al exilio, esta vez en la remota isla de Santa Elena, en medio del Atlántico, a 1800 kilómetros de la costa más cercana.
En esa isla pasaría los últimos seis años de su vida, escribiendo sus memorias. Murió el 5 de mayo de 1821, oficialmente por una enfermedad hepática, aunque él mismo sospechaba haber sido envenenado lentamente.
La caída definitiva de Napoleón puso fin a casi trece años de guerras que habían transformado profundamente Europa. Aunque el Congreso de Viena intentó restaurar el orden anterior a la Revolución Francesa, el legado de Napoleón fue más duradero de lo que muchos pensaban. Sus campañas no solo alteraron fronteras, sino que difundieron ideas revolucionarias por todo el continente. Unido al auge del Romanticismo, esto provocó el despertar de sentimientos nacionalistas que, con el tiempo, darían lugar al nacimiento de nuevas naciones como Italia y Grecia.
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