La vida de Isaac Newton es una de las más completas de cuantas ha recogido la memoria de los hombres en los anales de la Historia. Y nadie mejor que él para darnos la clave de una vida tan llena como la suya: «No sé la opinión que el mundo vaya a tener de mí; yo creo que he sido como un niño que, a la orilla del mar, se divertía recogiendo de cuando en cuando una piedra más lisa o una concha más brillante que las otras, mientras el océano sin límites de la verdad se extendía enigmáticamente ante mí».
El destino quiso que le mandaran a la escuela porque no servía para otra cosa. Quizá por eso no fue un talento perdido. No fue tampoco un sabio distraído: aunque era capaz de perderse en el espacio infinito en una imaginaria nave intersideral, tenía la suficiente cordura para, con los pies bien asentados sobre la tierra, sorprender a los astros en sus evoluciones y robarles las leyes que rigen sus movimientos. Seguro que, de haber podido viajar por las galaxias, jamás se le hubiera ocurrido, ni por ensalmo, librar esas batallas con que ciertos pigmeos humanoides nos «deleitan» en sus fantásticas elucubra- ciones de falsa cienciaficción empeñadas en convencernos de que todo el interés de los viajes interplanetarios está en inventarse enemigos a los que hay que destruir con unas armas cada vez más «perfectas» .
Newton fue un enamorado de la luz. Su poderosa inteligencia matemática aceptó el reto, uno más, que se agazapaba tras la espléndida belleza de la luz y del color. Si el incendio de su laboratorio provocó en él un estado de locura transitoria, aunque prolongada, la pérdida de la vista hubiera significado para él perderse en un abismo de tinieblas de consecuencias irreversibles. Tan importante como el vivir era para Newton el ver. Por eso se dedicó apasionadamente a desentrañar los misterios de la luz y todos los fenómenos ópticos. Y no es que el vivir careciera para él de importancia: la tenía, y grande, sobre todo a partir del momento en que se recuperó de su transítoria locura. Newton era tan profundamente vitalista como apasionado científico. Se desenvolvía con absoluta naturalidad en los ambientes mundanos, por los que paseaba, sin alardes, con no menos naturalidad su soltería, su posición y su fama. ¿Hubo romances? Posiblemente, siquiera fueran romances de madurez.
Pero no vayamos a trivializar una figura tan sólidamente asentada sobre los cimientos de una búsqueda insistente y lúcida de la verdad. Por ahora nos basta con sintonizar con el reconocimiento que de sus méritos hizo la sociedad inglesa de su tiempo, que le honró con cargos públicos y le cargó de honores. Leer más…