Cada 13 de noviembre la literatura recuerda el nacimiento de Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850–Vailima, 1894), viajero infatigable, soñador de islas y explorador de los abismos del espíritu humano. En apenas cuarenta y cuatro años de vida condensó la esencia del aventurero romántico y del narrador moderno, creando personajes que todavía hoy siguen habitando el imaginario colectivo.
De los sermones infantiles al arte de narrar
Hijo único de una familia presbiteriana escocesa, Stevenson creció escuchando los sermones del púlpito y las historias sombrías de su niñera Alison Cunningham, puritana severa que llenó sus noches de visiones del infierno. Encerrado con frecuencia por culpa de una enfermedad pulmonar que lo acompañaría toda su vida, el pequeño Robert encontró en la imaginación un territorio de libertad. Su madre, minuciosa cronista de su infancia, dejó constancia de aquel niño que jugaba a ser predicador y que convertía las sillas del salón en un improvisado altar.
Aquella temprana mezcla de palabra sagrada y relato fantástico moldeó su vocación. De su delicada salud nació también su necesidad de viajar —al principio por prescripción médica, después por convicción estética— en busca de aire, de luz, de historias.
Un joven díscolo en la niebla de Edimburgo
El estudiante de ingeniería que deseaba su padre se transformó pronto en bohemio incorregible, lector de Daniel Defoe y seguidor de la vida nocturna de los burdeles y tabernas. Stevenson abandonó los planos de faros por las páginas literarias, escandalizó a su familia con su agnosticismo y rompió definitivamente con el destino heredado cuando conoció en Francia a Fanny Van de Grift Osbourne, una mujer americana, independiente, divorciada y diez años mayor que él. Fue su amor y su brújula.
Casados en California en 1880, emprendieron juntos una vida de rutas inciertas. De esa época surgieron libros como The Silverado Squatters y An Inland Voyage, donde el viaje se convierte en metáfora de la existencia.
Retrato de Robert Louis Stevenson en Vailima, tomado por J. Patrick, hacia 1915.
El mapa del tesoro y el espejo del alma
En un lluvioso invierno escocés, mientras jugaba con su hijastro Lloyd, Stevenson dibujó un mapa que cambiaría para siempre el concepto de la aventura. De aquel dibujo nació La isla del tesoro (1883), epopeya de corsarios, cofres y lealtades ambiguas. Con ella consagró la imagen moderna del pirata: pata de palo, loro al hombro y bandera negra con calavera. Pero, más allá del mito infantil, el libro encierra una meditación sobre la codicia y la pérdida de la inocencia.
Tres años después, en un registro opuesto, vio la luz El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). La novela, inspirada en una pesadilla, anticipó intuiciones que Freud formalizaría años más tarde: el desdoblamiento de la personalidad, la lucha entre el impulso reprimido y la moral social. Stevenson, con su prosa precisa y visionaria, descubrió que el verdadero territorio inexplorado no eran los mares, sino la mente humana.
El exilio luminoso de los mares del Sur
A partir de 1888 navegó junto a su familia por las islas del Pacífico a bordo del Casco. Tahití, las Gilbert y finalmente Samoa fueron su horizonte final. En la isla de Upolu levantó su casa, Vailima, y se convirtió en consejero y defensor de los samoanos frente a la codicia colonial europea. Ellos lo llamaron Tuisatala, “narrador de cuentos”.
El 3 de diciembre de 1894, mientras intentaba abrir una botella de vino, sufrió una hemorragia cerebral. Murió a los cuarenta y cuatro años. Los habitantes de Samoa lo llevaron a hombros hasta la cima del monte Vaea, donde reposa con vista al océano que tanto amó. En su tumba se lee el epitafio que él mismo escribió: “Aquí yace donde quiso yacer; de vuelta del mar está el marinero, de vuelta del monte está el cazador”.
Robert Louis Stevenson y su esposa Fanny junto a Nan Tok y Natakanti, en la isla Butaritari (Kiribati), hacia 1890. Copia en gelatina de plata realizada por Hall and Co. alrededor de 1930. Biblioteca Estatal de Nueva Gales del Sur.
Legado de un errante
Robert Louis Stevenson dejó más que relatos de aventuras: dejó una poética de la vida como travesía. En La isla del tesoro enseñó a generaciones enteras a soñar con mapas y horizontes; en Dr. Jekyll y Mr. Hyde reveló el monstruo silencioso que habita en cada ser humano. Entre la tempestad exterior y la tormenta interior, Stevenson fue, en el sentido más profundo, un navegante de las dos almas.