Robert Redford ya pertenece a ese lugar donde solo viven las leyendas del séptimo arte. El actor, director, productor y fundador del Festival de Sundance murió este martes a los 89 años en su casa de Provo, Utah, mientras dormía. Con él se va un rostro inconfundible de Hollywood, pero sobre todo una forma de entender el cine: entre el compromiso y el riesgo, entre el brillo de la estrella y la búsqueda de historias que trascendieran.
Redford fue muchas vidas en una: el forajido Sundance Kid de Dos hombres y un destino, el timador carismático de El golpe, el periodista que desnudaba el poder en Todos los hombres del presidente, el solitario navegante de Cuando todo está perdido. Fue también el cineasta que debutó con Gente corriente —ganando el Oscar a la mejor dirección— y que entregó obras como Quiz Show, una de las películas políticas más afiladas de los noventa. Y más allá de las pantallas, fue el hombre que levantó un refugio para el cine independiente en las montañas de Utah: el Instituto y el Festival de Sundance, bautizado en honor a aquel bandido que lo lanzó al estrellato.

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Nacido en Santa Mónica en 1936, criado en el valle de San Fernando, Redford soñaba al inicio con ser pintor. Viajó a Europa en busca de bohemia, estudió arte en París y en Italia, y regresó sin sospechar que lo esperaba un destino mayor. Broadway le abrió la puerta con Descalzos en el parque y el cine lo reclamó pronto. No tardó en convertirse en la encarnación del ideal norteamericano, aunque él mismo renegaba de ese físico impecable que lo convirtió en símbolo. “Para mí lo más importante es la historia”, insistía siempre, consciente de que la fama podía convertir a cualquiera en un objeto.
Amigo inseparable de Paul Newman, compañero de Jane Fonda en sus inicios y en sus últimos días de pantalla, Redford se consolidó en los setenta como un pilar de un cine adulto, político y sofisticado: El candidato, Jeremiah Johnson, Tal como éramos, Los tres días del Cóndor. Brilló incluso cuando la Academia lo ignoró como actor: solo una candidatura al Oscar por El golpe.
Paralelamente, construyó una segunda vida como activista: luchó contra autopistas, centrales de carbón y la destrucción del oeste estadounidense. “¿Qué nos va a quedar si seguimos a este ritmo?”, se preguntaba. El medioambiente y la política fueron tan centrales en su biografía como el cine. En 2017, alarmado por los ataques de Trump a la prensa, escribió que la verdad estaba otra vez en peligro, recordando que Todos los hombres del presidente había sido “una película violenta sin disparos, donde las palabras eran las armas”.
